jueves, 13 de noviembre de 2008

Ni loca.


Y así era. Llevaba meses intentando interrumpir un proceso que se le antojaba irreversible… Porque ya no sabía qué veía cuando estaba frente al espejo, porque ni se reconocía ni podía olvidar que quien se reflejaba en el vidrio roto era ella. En realidad, la superficie lisa se encontraba intacta, pero todos los espejos le parecían rotos. Formaba parte de su propia paranoia, de la locura que la devoraba sin piedad: no había cristal entero ante sus ojos. Ventanas, copas, gafas, botellas, escaparates… Ruinas de lo que debían ser. Como su alma, como ella y como todo lo que una vez amó. Ya no sólo fantaseaba sin cesar, sino que perdía la noción entre la realidad y el sueño a una velocidad preocupante. Además, lo hacía prácticamente adrede. A veces se dejaba a la apatía y al mutismo, hablaba pero no decía nada, asqueada de la gente, del vulgo, de la masa de traidores que había soportado tanto tiempo estoicamente. ¡Ya estaba bien! La incomprensión consiguió sembrar el odio en sus entrañas y ella no estaba hecha para odiar; porque seguía conservando la inocencia y la sutileza que la hacían tan especial y tristemente la aislaban del mundo. Esas eran las cualidades que había llegado a aceptar como defectos; vestían su mirada de un no sé qué interpretado las más de las veces como soberbia, incluso como una especie de desprecio burlón. La cárcel de su propia inteligencia la convertía en prisionera sin cadenas ni barrotes. Estaba cansada, agotada, no recordaba lo que era dormir, pasar una noche en paz. Un parásito iba destruyendo mecánicamente sus ganas de reír, el gozo de vivir, y su corazón latía tan débil que a veces se creía muerta. "No podrás, – decía en voz alta – aún no estoy tan loca". Tenía razón.

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